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.Era el tal Ganzúa bravo notorio del barrio de La Heria, flor de la antana y primorosoejemplar de la jacaranda sevillana, muy apreciado entre los de su oficio.Al día siguiente iban a sacarlo contambores destemplados y una cruz delante para entorpecerle el resuello con esparto; de manera que a suúltima cena acudía lo más ilustre de la cofradía de la hoja, y lo hacía con la gravedad, la resignaciónprofesional y la cara de circunstancias que el caso reclamaba.A tan singular modo de despedir al camaradase le llamaba, en jerga germanesca, echar tajada.Y era trámite habitual, pues el que más y el que menossabía que el oficio de valentía y el andar en trabajos, como se llamaba entonces a buscarse la vida con unacero o de mala manera, solía terminar rascando golfos en galeras, bien estiradas las palmas en el pescuezode un remo bajo el látigo del cómitre, o en el más solvente mal de soga o enfermedad de cordel, muycontagioso entre la gente de la carda.VOL.IV: EL ORO DEL REY269LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN ALATRISTELos años todo lo mascan,poco duran los valientes,mucho el verdugo los gasta.Había una docena de vozarrones aguardentosos cantando aquello por lo bajini cuando, a hora de primamodorra, un alguacil al que Alatriste había engrasado las manos y el ánimo con uno de a ocho nos condujohasta la enfermería, que era donde solía ponerse a los presos en capilla.El resto de la cárcel, las tres puertasfamosas, las rejas, los corredores y el pintoresco ambiente que en ella se vivía fue contado ya por mejorespéñolas que la mía, y a Don Miguel de Cervantes, a Mateo Alemán o a Cristóbal de Chaves puede acudir elcurioso.Yo me limitaré a referir lo que vi en nuestra visita, a esa hora en que ya se habían cerrado laspuertas, y los presos que gozaban del favor del alcaide o de los carceleros para salir y entrar del talego comoPedro por su casa se hallaban puntuales en sus calabozos, salvo los privilegiados de posición o dinero, quedormían donde les salía de la bolsa.Todas las mujeres, coimas y familiares de presos habían abandonadotambién el recinto, y las cuatro tabernas y bodegones vino del alcaide y agua del bodegonero de quegozaba la parroquia carcelaria estaban cerrados hasta el día siguiente, lo mismo que las tablas de juego delpatio y los puestos de comida y verdura.En resumen, aquella España en pequeño que era la prisión realsevillana se había ido a dormir, con sus chinches en las paredes y sus pulgas en las mantas incluso en losmejores calabozos, que los presos con posibles alquilaban por seis reales al mes al sotalcaide, quien habíacomprado su cargo por cuatrocientos ducados al alcaide, tan bellaco como el que más, que a su vez seenriquecía con sobornos y contrabandos de todo jaez.También allí, como en el resto de la nación, todo secompraba y se vendía, y era más desahogado gozar de dinero que de justicia.Con lo que se confirmaba muyen su punto el viejo refrán español de a qué pasar hambre, si es de noche y hay higueras.De camino al velatorio habíamos tenido un encuentro inesperado.Acabábamos de dejar atrás el pasillo de lareja grande y la cárcel de mujeres, que quedaba al entrar a mano izquierda, y junto al rancho donde parabanlos que iban rematados a galeras, unos parroquianos de conversación tras los barrotes se asomaron amirarnos.Había un hachón encendido en la pared, que iluminaba aquella parte del corredor, y a su luz uno delos de adentro reconoció a mi amo. O estoy ciego de uvas dijo o es el capitán Alatriste.Nos paramos ante la reja.El fulano era un jayán muy grande, con unas cejas tan negras y espesas queparecían una.Vestía una camisa sucia y calzones de paño basto. Pardiez, Cagafuego dijo el capitán.¿Qué hace vuestra merced en Sevilla?El grandullón sonreía de oreja a oreja con una boca enorme, encantado con la sorpresa.En lugar de losincisivos de arriba tenía un agujero negro. Pues ya puede verlo voacé.Camino de gurapas, me tienen
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